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Quién le iba a decir a Eduardo que esa manía suya de garabatear sobre cualquier papel o pasarse tardes lluviosas y solitarias mirando al mar y pensando en sus cosas le llevaría a convertirse en un gran escultor. Pero es que era muy bueno. Tanto que para no aburrirse tuvo que empezar a dibujar con la mano izquierda.
Aunque, por muy diferente que fuera, no vestía como un astronauta, ni viajaba en una nave espacial. Lo que lo convertía en el escultor del espacio era que no sólo esculpía los materiales de sus esculturas, sino también el vacío.